Woodman, tan joven, hacía fotos de sí misma que parecían a veces de una época mucho más antigua, imágenes victorianas de mujeres medio diluidas en sombras o de fantasmas de mujeres convocados tramposamente por alguna médium con pretensiones de rigor fotográfico. Y los lugares en los que prefería retratarse eran habitaciones vacías en casas abandonadas en las que podría haber aparecido y desaparecido uno de los fantasmas esquivos de los cuentos de Henry James.
Woodman tenía los rasgos delicados y la melena larga y lisa de una heroína de pintura prerrafaelita,
pero su talento era demasiado grande como para dejarla caer en la tentación del pastiche. En el descaro de retratar tantas veces su propio cuerpo desnudo había más de solitaria introspección que de narcisismo. Aparecía y desaparecía, se mostraba y se ocultaba.
En algunas fotos se tarda en saber dónde está, qué hace. Se ve un armario con diversos estantes en los que hay animales disecados y en uno de los huecos se esconde a medias una figura encogida, ella misma, la cabeza asomando por una puerta de cristal entreabierta, la melena derramada sobre la tarima del suelo. Los espacios en los que se fotografía son ya lugares de ausencias, casas que fueron habitadas tal vez durante generaciones y en las que desde hace mucho tiempo no vive nadie,
salones con chimeneas en las que no se enciende el fuego, con paredes que se han ido desconchando y techos en los que se ha filtrado la humedad, con alacenas vacías en las que solo habrá olor a rancio y tal vez a excrementos de ratones, con espejos escarchados en los que se reflejó gente olvidada.
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Cómo ser… Francesca Woodman
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